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Durante mi revisión diaria de noticias web me enteré que la noche del 5
de agosto el escritor Mario Vargas Llosa estaría en la Biblioteca Nacional inaugurando un teatro que llevaría su nombre. Más tarde, horas antes de que empiece la ceremonia, me encontraba en casa descansando, tras las secuelas de una noche insomne. En medio de la confusa concentración que precede al sueño pensaba en la reparadora opción de quedarme en casa y no asistir a dicha inauguración. ¡Qué más da! Mi sueño es sagrado…
Sin embargo, en un arrebato de lucidez entre la espesa marea del ensueño, pregunté para mis adentros: ¿Volveré a tener otra oportunidad de conocer a Vargas Llosa? No había asistido a la firma de autógrafos en la Feria Internacional del Libro, no tenía entrada para la inauguración del Festival de Cine de Lima y, aunque no tenía invitación para la ceremonia de esa noche, era consciente de una ventaja: mi carné de prensa. Así que fui.
¿Su invitación, señor? me preguntó un agente de seguridad. No tengo, respondí, pero soy de la prensa. El agente se sorprendió cuando leyó mi carné que decía EX
PORTAR, Economía, Negocios y Turismo. Pero, afortunadamente, me permitió ingresar. La primera planta del acogedor teatro estaba repleta de reporteros gráficos e invitados del ambiente económico, político y cultural. Pero el segundo piso, en el cual me ubique, estaba casi vacío, puesto que no estaba permitido el ingreso del público.
Vargas Llosa hizo su ingreso en medio de una secuencia de interminables de flashes que lo hacían parecer como si estuviera entrando en cámara lenta. Lo vi caminar con el garbo de una persona que se sabe admirada, con el porte alzado que desparrama aires de soberbia y elegancia. Su discurso fue ameno e interesante. Contó secretos del azaroso estreno de su primera obra de teatro: La Huida del Inca y hasta de su nueva faceta como actor sobre las tablas. Sin dejar de lado el inolvidable paso por su Alma Mater: La Decana de América.
Cuando bajó del escenario una veintena de fotógrafos lograron nuevamente el efecto cámara lenta. Entonces supe que esa era mi oportunidad, allí en medio de la confusión y desorden de la salida. Iba sin más que un teléfono celular con cámara, un lapicero y mi vieja libreta de apuntes, ya casi sin hojas en blanco. A medida que avanzaba hacia la salida, al fondo de las butacas, intentaba acercarme cada vez más a él. Pero los fotógrafos y agentes de seguridad me lo impedían. Sólo logré tomar unas desafortunadas fotos movidas (y vergonzosas).
Lo tenía tan cerca y tan lejos a la vez. Me adelanté a su pas
o, en la última fila de butacas, a un paso de la salida. Mi última oportunidad de conseguir su autógrafo. De pronto, en una acción inesperada, los fotógrafos abrieron un estrecho paso por el que aproveche para acercarme al escritor. Fue así como pude estar casi frente a él, esperándolo con libreta y lapicero en mano. Llegado el momento, me dirigí con unas simples palabras al mismísimo Premio Cervantes, las mismas que no pienso revelar…
Finalmente, tomó libreta y lapicero (azul Faber-Castell 034, libreta espiralada de hojitas blancas), me miró por unos segundos y se aprestó a escribir. Entonces, en un momento que quedará grabado en mis recuerdos, el -odiado, laureado, admirado, controvertido- escritor Mario Vargas Llosa firmó; con su mano derecha, con la que tecleó la mitad de todos sus escritos, con la misma que dejó el ojo morado a García Márquez; un autógrafo para mí…
El inmenso rodeo de la pampa de Ahuaycha está repleto. Ha empezado la más cruenta y masoquista competencia sobre quién puede más, d
enominado en el idioma quechua como el Atipanacuy. Y cual faquires andinos, Quichcamico y sus secuaces lograrán que, como cada año, el público estalle de emoción, repulsión o asco, al ver a estos hombres incrustarse espinas, tragar reptiles o atragantarse de sables. A estos hombres, “hijos del diablo” y danzantes en honor al Niño Jesús, se les ha de llamar simplemente Galas, danzantes de las tijeras de technicolor atuendo, dispuestos a manchar el rodeo con su propia sangre en pos de impresionar al exigente jurado (y al público) para llevarse a casa el exquisito sabor de la victoria. Para las competencias de este año (enero de 2008) tres mayordomos se disputan el primer premio: una ordinaria copa de fulbito. Pero lo más importante aquí es al arte, la magia y, sobre todo, el valor. 

La tarde tiene un aroma de tierra mojada perfumada de multitud. El sol se asoma de vez en cuando y los Apus imponentes dominan el paisaje hasta perderse en las alturas difuminadas por un cielo semi nublado. Y es que Ahuaycha, a 10 minutos en combi de la ciudad de Pampas, en la provincia de Tayacaja, en el departamento de Huancavelica, tiene la fama de poseer a los galas más sanguinarios de la región. Dos de los mayordomos quieren mantener la supremacía de los anfitriones, sin embargo, desde el anexo de 2 de Mayo, perteneciente a los dominios del no menos famoso distrito de Acraquia el mayordomo invitado ha llegado dispuesto a todo para demostrar, en la cancha, quién es quién.Danza elegancia
Desde tres flancos los galas alternan sus ingresos al son de
restallantes violines de temple diablo, que multiplican sus sonidos con inmensos y chillones parlantes. Por una esquina tenemos al dueto de Acraquia: El Americano y el Rey Dragón, jóvenes galas que muestran agilidad y destreza en sus pasos decididos. En la siguiente esquina, el más afamado e ilustre gala peruano de nombre Qarqaria, comanda al soberbio Condenado, quienes forman una dupla de pesos pesados. Y de fondo, el terrible Quichcamico, que no puede ocultar su altanería, forma un dúo de miedo con el atrevido Lucifer. Así que éstos son, pues, los dueños de la tarde.
¡Qué elegancia! Vocifera un pícaro locutor a través del altoparlante, mientras Qarqaria danza desafiante premunido de su tintineante tijera de metal. El incestuoso menea la cabeza de un lado hacia otro, flexiona las rodillas y da un salto que termina con un clavado en el suelo. Aplausos. Y así, cada gala sale al rodeo para demostrar destreza en el baile y en las pruebas físicas de pasta. El Rey Dragón camina con las manos,
mientras que El Americano se empeña en sus espectaculares saltos mortales. Incluso algunos se esmeran en hacer truculentas demostraciones de magia,
quitando los calzoncillos a inocentes espectadores que se atrevieron a ser voluntarios. El público ríe a una sola voz emitiendo un sonido similar a un torrentoso río. “Este es un espectáculo del pueblo y para el pueblo” agrega el locutor entre risotadas. La tarde alcanza madurez, entra en calor, se va sumergiendo en profundidades donde el miedo y el dolor, de manera inverosímil, simplemente, no existen.Pruebas de sangre
Tal vez sienta dolor o tal vez no, eso sólo él y la cantidad de caña pura que corre por sus venas lo saben. El hecho es que Qarqaria camina por el rodeo cual si fuese un cuerpoespín que hace muecas para asustar a los asistentes que lo
miran asombrados. Las espinas penden de sus espaldas como clavos sobre un imán de carne. Para pruebas como éstas, de sangre, la música es lenta y solemne, como si se tratara de un réquiem sin más instrumentos que un violín y un arpa.
A este tipo de melodía se le conoce como wañuy onqoy. El show continúa cuando Qarqaria levanta una culebra gris que cuelga como si estuviera inerte. El público se exalta cuando el gran Qarqaria, mitad hombre y mitad llama, devora con frenesí al inocente reptil. Acaba de sumar puntos en la mesa del jurado y también en la predisposición de sus contrincantes que están resueltos a superarlo para que, al final, su atrevimiento sólo sea considerado como un juego de niños. Ante tanto espectáculo algunos impacientes saltan al rodeo
para ver más cerca semejantes proezas. ¡Ahuelos! Gritan los más reclamones. Llámense ahuelos a unos muchachitos que, vestidos con retazos de telas multicolores y enmascarados tenebrosamente, se encargan de espantar a los perros despistados y a aquellos que no pueden con la curiosidad. Pare ello van armados de látigos y espinas. No obstante este año parece que son un poco menos avezados que los de costumbre. ¡Éstos ahuelos, están por las huevas! Vociferan algunos ante la incapacidad de los ahuelos de asestar severos chicotazos a los invasores. No obstante el espectáculo continúa. El Rey
Dragón juguetea en su lengua con un vidrio filudo. Un líquido rojizo mana de su boca y termina embadurnándose
la cara de su propia sangre. Y ningún ápice de dolor brota de su rostro. No contento con ello regresa para incrustarse espinas y colgarse dos arpas al pellejo de su costado.
Y camina, camina dando una vuelta a lo largo del rodeo que lo observa como si fuera un ser fantasmal. La música de fondo sigue lenta y expectante. El Rey Dragón coge una espada y se la traga casi por completo. Muchas cámaras lo apuntan. Sabe que la estrella, por ahora, es él. A todo ello Quichcamico, sentado en una caja de cerveza, observa como si nada pasara. Su turno está por llegar.
Se dice mucho, desde tiempos inmemoriales, que los galas tienen pacto con el diablo y que cada vez que realizan pruebas de sangre, el mismísimo Satanás se ríe sentado en su trono dentro del rodeo dándoles poder. De ser así, este debe ser el momento en que se esté riendo a carcajada espantosa: Quichcamico ha sacado una rata blanca de una
caja de pastillas Panadol, la ha expuesto al jurado mientras pataleaba desesperada y ahora le ha sacado la cabeza de un violento mordisco que hizo volver la mirada hasta a los estómagos
más fuertes. Quichcamico se dispara en la puntuación. La tarde llega a su clímax. Continuando con su despliegue de valor, Quichcamico se prende fuego la cabeza bañándose con querosene. Incluso se quema el conzoncillo por revolotear a través de un río de fuego. ¿Y la sangre? Pues ésta brota de su mejilla luego de incrustarse unos cuchillos que han entrado, al parecer, con algo de dolor.


Hacia occidente el sol cae y empapela el paisaje de una filigrana
sutil que, a su vez, resuma el ambiente de un aire frío que reseca los labios. A esta hora las danzantes de tijeras del género femenino están demostrando
que ellas tienen la misma elegancia en el baile e igual, o quizá más, cantidad de valor que corre por el torrente de sus venas a la hora de las cruentas pruebas de sangre. Lo cual, por sí misma, constituiría materia de una crónica aparte… Ha caído la noche: fin del espectáculo, del Atipanakuy, del
éxtasis. El jurado da como ganador, con 378 puntos, a Quichcamico y compañía (incluyendo a las danzantes femeninas Azul Huaytar y Qollurcita que, por cierto, dilataron las pupilas de toda la platea masculina que las
aclamaba por todo, todo su talento) Los demás mayordomos no aceptan la derrota y estalla un conato de bronca. La escaramuza termina por falta de visibilidad. Los ganadores dan la vuelta
olímpica en hombros empapados por lluvias de cerveza helada. Luego se retiran entonando cánticos macerados ya por la caña pura y sabe Dios qué otros brebajes. La fiesta se traslada a la Plaza de Ahuaycha al son de las orquestas de cada mayordomo.
¿Quichcamico, qué se siento comer una rata? Es un valor, tú sabes que la rata tiene más de 170 enfermedades. Pero para eso existen las vacunas y el trago, que es sagrado para nosotros…
Según la tradición los primeros galas eran llamados tusuq laiqas y cumplían la misión de dar valor a los soldados Chancas. Iban adelante tocando tambores y danzando sobre las cabezas de sus rivales vencidos. Y prevalecen hasta hoy disfrazando el ancestral culto a los Apus a las tradiciones españolas impuestas, como la adoración al Niño Jesús. Es por ello que Qarqaria, Quichcamico, Lucifer y demás son más fuertes que el dolor, porque “wamani” entra en sus cuerpos.
Es medianoche en Ahuaycha. Una tierna lluvia cae acompañada de rayos y truenos lejanos. Los Apus se manifiestan y desde la torre de la Iglesia de Ahuaycha, la cruz observa las secuelas del Atipanakuy. Así dos culturas que han logrado una simbiosis tratan de persistir a través del tiempo, como una verdadera manifestación étnica y cultural…
Lo primero que veo son los números 6 y 55 que se prenden y apagan. Es tarde. Dejo de lado, por el apuro, el desayuno. Salgo a las 7 y 10 de la mañana. Me voy a una clase de 8. Es un día de otoño, el sol aún no se asoma por los cerros rimences pero los postes siguen encendidos. Aún es la hora celeste de Ribeyro y lo veo todo como a través de un turbio cristal. Las estructuras aparecen difuminadas por la neblina y el smog matutino. Ya en el paradero espero a la veloz, gigante y "recontra nueva" 87B mientras veo deslizarse por la pista a gran velocidad a buses, combis y cúster atosigadas de gente con el cobrador colgado de la puerta llamando a más pasajeros e insistiendo, prepotente, que al fondo hay sitio.
Trato de no atormentarme con semejante espectáculo, me consuelo a mí mismo recordando que en algunos trenes de la India viajan hasta en el techo. Pero sólo aquí, en Lima, se violan hasta las leyes de la naturaleza, como aquella que dice que dos cuerpos no pueden acupar el mismo lugar en el espacio, quien dijo eso, nunca se subió a una combi. En fin, a los lejos, veo que se acerca la 87 B. Como siempre a esta hora ya está prácticamente repleta. Mil olores me reciben, una mezcla de perfumes, champús, desodorantes y humores de toda especie hacen una mezcla que se combina con el aroma limeño que ingresa por las ventanas. Este aroma se impregna más allá de la ropa, hasta en el estado de ánimo.
7 y 30 de mañana y aún tengo esperanzas de llegar a tiempo. Por sabe Dios que coincidencias a la 87B jamás la detiene la luz roja y estoy cruzando la desmesurada Av Tacna apretujado entre gente que respira en la nuca de su prójimo. Estamos colgados y hemos formado como una cascada de brazos multicolores y en cada paradero bajan y suben como en un círculo vicioso. Con tanto roce muchos se han puesto alertas. No es para menos, estamos en el paraíso móvil de los punteadores y manos largas. Gente de toda laya que coincide, como todos los días, en la difícil rutina del transporte público.
Avenida Venezuela 7 y 49am. En este tramo el ambiente ya está recalentado y el aire es casi irrespirable. Algunas ventanas no se abren y para lo único que sirven es para retener, como el rocío, la transpiración tibia de los sufridos y enervados pasajeros. Pero el bus ya no da para más y el cobrador, resignado, grita con voz callejera !Vamo´ directo! Esta mañana, por andar anotando detalles en mi libreta, como nunca antes, me he pasado de largo por la puerta 2 de San Marcos y me he ido hasta la 1. Más apurado que nunca cruzo camino e intento llegar a tiempo. Como todos los días he unido la puerta de mi casa con la puerta del salón. No he llegado ni muy tarde ni muy temprano gracias a la extraña forma de avanzar de la 87B que, sin importar a que hora salga, siempre, pero siempre, llegará antes de las 8 y 15.
Son las 4 de la tard
e de un domingo cualquiera. A esta hora el burdo mercadillo de Manzanilla, más conocido como “Tacora” se ha disipado para dar paso, como cada tarde, inexorablemente, a los individuos más respetados de este barrio de pesadilla: los hampones. Los resignados “cachineros” ( ladinos mercaderes –recicladores ) empujan sus triciclos o carretillas con la rapidez de quien transporta su mayor tesoro. Y los asiduos compradores huyen espantados de estas peligrosas hordas que llegan con el ocaso.
En los callejones aledaños, siniestras extensiones del mercadillo, los ancianos y más curtidos “cachineros” terminan de recoger sus puestos. Llenan sus destartalados triciclos con aquello que no ha conseguido comprador: ingentes cantidades de pastillas inverosímiles de todos los colores, fierros oxidados, chatarras de todo tipo y cualquier otra cosa inesperada. En Tacora, como en cualquier otra tierra de mercaderes informales, todo se compra, todo se vende, sin importar que el producto sea robado, de segunda o mortal.
“Rápido, entren” grita una preocupada madre a sus pequeños hijos que juegan fútbol en medio de la calle. Todas las familias que viven es este recodo de Lima, muchas veces confundido con La Victoria, conviven hastiados de la desvergüenza con la que operan los cogoteros y predadores de la peor calaña. Ellos ahora empiezan a instalarse en las esquinas, en medio de la basura, en improvisadas cantinas a media calle o sobre las veredas de la vasta y ya casi desolada cuadra dos de la avenida Aviación.
Pero esta tarde la malcriadez y el desbarajuste se ven interrumpidas por familias que salen de sus casas y se instalan en las puertas. Hacia el centro de Tacora avanza una lenta y compacta procesión escudada por dos humildes arreglos florales. Los hampones se arriman a los costados, los borrachos harapientos saludan torpemente con la mano a la altura de la sien. Todos quedan sobrecogidos con el sorpresivo paso de los funerales de un joven del barrio que fue intempestivamente atropellado por una combi.
“Era un chico tranquilo” mencionan algunas señoras al tiempo que se incorporan a las exequias. Los cargadores, ebrios, lloran silenciosamente mientras cargan sobre sus hombros al compañero que se fue para siempre. El ácido y apestoso aroma de Tacora es serenado por el suave olor que exudan las flores casi marchitas. El tumulto crece y avanza abriéndose paso entre la basura. Los más apenados beben anisado en sorbos afligidos y sincopados. “Por ti, Mario”-exclaman levantando el vaso hacia el féretro.
Los que presiden el funeral: padres y hermanos de Mario, avanzan a duras penas, abrazados en precipitado y bullicioso llanto, ataviados con la elegante humildad de sus oscuras prendas. A medida que la pequeña aglomeración se aleja, los hampones retoman sus insolentes costumbres. Algunos preparan y prenden sus primeros cigarros mixtos de la tarde dejando estelas con olor a marihuana. Otros beben turbios licores soltando burlonas risotadas. Pero todos dieron tregua mientras pasaba el penoso funeral
Sopla una brisa fría a través de la calle Raymondi de paredes infestadas de polvillo negro. Al final de ésta, en el cruce con la Av. Nicolás Ayllón, un grupo espera las exequias en las puertas de una cantina cuya entrada está adornada con una larga banderola blanca que exclama:!Mario Presente! Reciben al féretro entre vivas y aplausos. Tan inusitado recibimiento sorprende a los familiares quienes, al ver las muestras de cariño, dibujan en sus rostros una sollozante sonrisa. El ataúd es coronado por un vaso de cerveza.
Conducen el féretro dentro de la cantina y lo zarandean al compás de una popular e idílica canción del grupo Néctar. "Se va en su ley" comentan los presenten. Los más efusivos agitan botellas de cerveza y los chorros caen como una blanca lluvia. Finalmente todos abordan toscos camiones para estar con Mario en su última morada. Los que se quedan, niños y ancianos, regresan apresuradamente a sus casas. Saben que la oscuridad es cómplice de la delincuencia y que la muerte, en Tacora, podría estar a la vuelta de la esquina.
“Germán fue mi único hijo que salió mala hierba”- me dice Herminio, el señor que tengo adelante en esta cola de visita masculina a los reos de la cárcel de Lurigancho. Y todos en esta larga fila tienen una historia en común con un proscrito, un “mala hierba”; menos yo, que no tengo a quién visitar. Éstas personas, con la abnegación de quien visita a un enfermo, han preparado comidas exquisitas y gastado dinero en cuantiosos víveres para sus familiares, quienes purgan, en atroz hacinamiento, su respectiva condena.
Es domingo y el sol acaba de asomarse por unos cerros rocosos. Hoy habrá un movimiento efervescente en los alrededores de este descomunal presidio, construido en medio de una polvorienta y sucia urbanidad. Adentro, los reos están bulliciosos, impacientes. Aquí afuera, los visitantes rechiflan acalorados porque la cola no avanza. Los vendedores aprovechan el atascamiento para ofrecer, en medio de una espesa humareda, frutas, comida caliente y chicha helada, todo esto ya empaquetado y listo para llevar.
Con un retraso de 30 minutos los visitantes empiezan a entrar. Un corpulento guardia del INPE marca en el brazo derecho, con plumón indeleble, el número que corresponde. Soy el visitante número 205. El señor Herminio, cobrizo y menudo, me enseña su rojizo 204 diciendo que tendremos que esperar 20 minutos para entrar. Cuando llegué se quedó algo sorprendido de verme sin bultos en esta oronda hilera donde lo que sobra es desprendimiento. Y al percatarse que estaba medio confundido empezó a guiarme.
Ahora sé que para entrar debo quitarme la correa y los pasadores, tener un lapicero, DNI, varias monedas de un sol y saber el nombre completo y pabellón de quien visito. El señor Herminio insiste en que es hora de hacer guardar mi correa y pasadores. “Más adelante”- le respondo. Y me mira extrañado. “Los policías son abusivos, te van a botar”-añade terminando de embalar sus agasajos, preparándose para la envidiosa y desconfiada revisión de los policías. Estoy cerca al primer control y creo que es hora de irme.
Soy el único que tiene los brazos cruzados. Los demás compran lo último y se colocan en la posición establecida para el primer control: erguidos, con los bultos en la mano izquierda y con la derecha arremangada, mostrando el número y el DNI. “Lleva algo, amigo, hay fruta, tamalitos” me dice una vendedora. Avanzamos a trompicones, chocando, en torpe mezcolanza de sudores y aromas. ¿Va a entrar o no, joven?- me pregunta muy preocupado el señor Herminio. Pero en casa dije que no intentaría entrar.
“No recuerdo bien los datos completos de mi amigo” Le digo lamentándome y agradecién
dole por las recomendaciones. “No importa”- me responde. “Te presto los datos de mi hijo. Dame un papelito, rápido” Mis ojos se iluminan: imbuido de curiosidad, decido entrar. “Si no encuentras a tu amigo, búscame en el pabellón 19, preguntas por “Chacalón”. Cúidate, la salida es al medio día”- me dice. De inmediato, por 50 céntimos, encargo mi correa y pasadores, descubro el brazo, muestro mi DNI e ingreso a lo desconocido...