“Germán fue mi único hijo que salió mala hierba”- me dice Herminio, el señor que tengo adelante en esta cola de visita masculina a los reos de la cárcel de Lurigancho. Y todos en esta larga fila tienen una historia en común con un proscrito, un “mala hierba”; menos yo, que no tengo a quién visitar. Éstas personas, con la abnegación de quien visita a un enfermo, han preparado comidas exquisitas y gastado dinero en cuantiosos víveres para sus familiares, quienes purgan, en atroz hacinamiento, su respectiva condena.
Es domingo y el sol acaba de asomarse por unos cerros rocosos. Hoy habrá un movimiento efervescente en los alrededores de este descomunal presidio, construido en medio de una polvorienta y sucia urbanidad. Adentro, los reos están bulliciosos, impacientes. Aquí afuera, los visitantes rechiflan acalorados porque la cola no avanza. Los vendedores aprovechan el atascamiento para ofrecer, en medio de una espesa humareda, frutas, comida caliente y chicha helada, todo esto ya empaquetado y listo para llevar.
Con un retraso de 30 minutos los visitantes empiezan a entrar. Un corpulento guardia del INPE marca en el brazo derecho, con plumón indeleble, el número que corresponde. Soy el visitante número 205. El señor Herminio, cobrizo y menudo, me enseña su rojizo 204 diciendo que tendremos que esperar 20 minutos para entrar. Cuando llegué se quedó algo sorprendido de verme sin bultos en esta oronda hilera donde lo que sobra es desprendimiento. Y al percatarse que estaba medio confundido empezó a guiarme.
Ahora sé que para entrar debo quitarme la correa y los pasadores, tener un lapicero, DNI, varias monedas de un sol y saber el nombre completo y pabellón de quien visito. El señor Herminio insiste en que es hora de hacer guardar mi correa y pasadores. “Más adelante”- le respondo. Y me mira extrañado. “Los policías son abusivos, te van a botar”-añade terminando de embalar sus agasajos, preparándose para la envidiosa y desconfiada revisión de los policías. Estoy cerca al primer control y creo que es hora de irme.
Soy el único que tiene los brazos cruzados. Los demás compran lo último y se colocan en la posición establecida para el primer control: erguidos, con los bultos en la mano izquierda y con la derecha arremangada, mostrando el número y el DNI. “Lleva algo, amigo, hay fruta, tamalitos” me dice una vendedora. Avanzamos a trompicones, chocando, en torpe mezcolanza de sudores y aromas. ¿Va a entrar o no, joven?- me pregunta muy preocupado el señor Herminio. Pero en casa dije que no intentaría entrar.
“No recuerdo bien los datos completos de mi amigo” Le digo lamentándome y agradecién
dole por las recomendaciones. “No importa”- me responde. “Te presto los datos de mi hijo. Dame un papelito, rápido” Mis ojos se iluminan: imbuido de curiosidad, decido entrar. “Si no encuentras a tu amigo, búscame en el pabellón 19, preguntas por “Chacalón”. Cúidate, la salida es al medio día”- me dice. De inmediato, por 50 céntimos, encargo mi correa y pasadores, descubro el brazo, muestro mi DNI e ingreso a lo desconocido...
Es domingo y el sol acaba de asomarse por unos cerros rocosos. Hoy habrá un movimiento efervescente en los alrededores de este descomunal presidio, construido en medio de una polvorienta y sucia urbanidad. Adentro, los reos están bulliciosos, impacientes. Aquí afuera, los visitantes rechiflan acalorados porque la cola no avanza. Los vendedores aprovechan el atascamiento para ofrecer, en medio de una espesa humareda, frutas, comida caliente y chicha helada, todo esto ya empaquetado y listo para llevar.
Con un retraso de 30 minutos los visitantes empiezan a entrar. Un corpulento guardia del INPE marca en el brazo derecho, con plumón indeleble, el número que corresponde. Soy el visitante número 205. El señor Herminio, cobrizo y menudo, me enseña su rojizo 204 diciendo que tendremos que esperar 20 minutos para entrar. Cuando llegué se quedó algo sorprendido de verme sin bultos en esta oronda hilera donde lo que sobra es desprendimiento. Y al percatarse que estaba medio confundido empezó a guiarme.
Ahora sé que para entrar debo quitarme la correa y los pasadores, tener un lapicero, DNI, varias monedas de un sol y saber el nombre completo y pabellón de quien visito. El señor Herminio insiste en que es hora de hacer guardar mi correa y pasadores. “Más adelante”- le respondo. Y me mira extrañado. “Los policías son abusivos, te van a botar”-añade terminando de embalar sus agasajos, preparándose para la envidiosa y desconfiada revisión de los policías. Estoy cerca al primer control y creo que es hora de irme.
Soy el único que tiene los brazos cruzados. Los demás compran lo último y se colocan en la posición establecida para el primer control: erguidos, con los bultos en la mano izquierda y con la derecha arremangada, mostrando el número y el DNI. “Lleva algo, amigo, hay fruta, tamalitos” me dice una vendedora. Avanzamos a trompicones, chocando, en torpe mezcolanza de sudores y aromas. ¿Va a entrar o no, joven?- me pregunta muy preocupado el señor Herminio. Pero en casa dije que no intentaría entrar.
“No recuerdo bien los datos completos de mi amigo” Le digo lamentándome y agradecién

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