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Lo primero que veo son los números 6 y 55 que se prenden y apagan. Es tarde. Dejo de lado, por el apuro, el desayuno. Salgo a las 7 y 10 de la mañana. Me voy a una clase de 8. Es un día de otoño, el sol aún no se asoma por los cerros rimences pero los postes siguen encendidos. Aún es la hora celeste de Ribeyro y lo veo todo como a través de un turbio cristal. Las estructuras aparecen difuminadas por la neblina y el smog matutino. Ya en el paradero espero a la veloz, gigante y "recontra nueva" 87B mientras veo deslizarse por la pista a gran velocidad a buses, combis y cúster atosigadas de gente con el cobrador colgado de la puerta llamando a más pasajeros e insistiendo, prepotente, que al fondo hay sitio.
Trato de no atormentarme con semejante espectáculo, me consuelo a mí mismo recordando que en algunos trenes de la India viajan hasta en el techo. Pero sólo aquí, en Lima, se violan hasta las leyes de la naturaleza, como aquella que dice que dos cuerpos no pueden acupar el mismo lugar en el espacio, quien dijo eso, nunca se subió a una combi. En fin, a los lejos, veo que se acerca la 87 B. Como siempre a esta hora ya está prácticamente repleta. Mil olores me reciben, una mezcla de perfumes, champús, desodorantes y humores de toda especie hacen una mezcla que se combina con el aroma limeño que ingresa por las ventanas. Este aroma se impregna más allá de la ropa, hasta en el estado de ánimo.
7 y 30 de mañana y aún tengo esperanzas de llegar a tiempo. Por sabe Dios que coincidencias a la 87B jamás la detiene la luz roja y estoy cruzando la desmesurada Av Tacna apretujado entre gente que respira en la nuca de su prójimo. Estamos colgados y hemos formado como una cascada de brazos multicolores y en cada paradero bajan y suben como en un círculo vicioso. Con tanto roce muchos se han puesto alertas. No es para menos, estamos en el paraíso móvil de los punteadores y manos largas. Gente de toda laya que coincide, como todos los días, en la difícil rutina del transporte público.
Avenida Venezuela 7 y 49am. En este tramo el ambiente ya está recalentado y el aire es casi irrespirable. Algunas ventanas no se abren y para lo único que sirven es para retener, como el rocío, la transpiración tibia de los sufridos y enervados pasajeros. Pero el bus ya no da para más y el cobrador, resignado, grita con voz callejera !Vamo´ directo! Esta mañana, por andar anotando detalles en mi libreta, como nunca antes, me he pasado de largo por la puerta 2 de San Marcos y me he ido hasta la 1. Más apurado que nunca cruzo camino e intento llegar a tiempo. Como todos los días he unido la puerta de mi casa con la puerta del salón. No he llegado ni muy tarde ni muy temprano gracias a la extraña forma de avanzar de la 87B que, sin importar a que hora salga, siempre, pero siempre, llegará antes de las 8 y 15.
Son las 4 de la tard
e de un domingo cualquiera. A esta hora el burdo mercadillo de Manzanilla, más conocido como “Tacora” se ha disipado para dar paso, como cada tarde, inexorablemente, a los individuos más respetados de este barrio de pesadilla: los hampones. Los resignados “cachineros” ( ladinos mercaderes –recicladores ) empujan sus triciclos o carretillas con la rapidez de quien transporta su mayor tesoro. Y los asiduos compradores huyen espantados de estas peligrosas hordas que llegan con el ocaso.
En los callejones aledaños, siniestras extensiones del mercadillo, los ancianos y más curtidos “cachineros” terminan de recoger sus puestos. Llenan sus destartalados triciclos con aquello que no ha conseguido comprador: ingentes cantidades de pastillas inverosímiles de todos los colores, fierros oxidados, chatarras de todo tipo y cualquier otra cosa inesperada. En Tacora, como en cualquier otra tierra de mercaderes informales, todo se compra, todo se vende, sin importar que el producto sea robado, de segunda o mortal.
“Rápido, entren” grita una preocupada madre a sus pequeños hijos que juegan fútbol en medio de la calle. Todas las familias que viven es este recodo de Lima, muchas veces confundido con La Victoria, conviven hastiados de la desvergüenza con la que operan los cogoteros y predadores de la peor calaña. Ellos ahora empiezan a instalarse en las esquinas, en medio de la basura, en improvisadas cantinas a media calle o sobre las veredas de la vasta y ya casi desolada cuadra dos de la avenida Aviación.
Pero esta tarde la malcriadez y el desbarajuste se ven interrumpidas por familias que salen de sus casas y se instalan en las puertas. Hacia el centro de Tacora avanza una lenta y compacta procesión escudada por dos humildes arreglos florales. Los hampones se arriman a los costados, los borrachos harapientos saludan torpemente con la mano a la altura de la sien. Todos quedan sobrecogidos con el sorpresivo paso de los funerales de un joven del barrio que fue intempestivamente atropellado por una combi.
“Era un chico tranquilo” mencionan algunas señoras al tiempo que se incorporan a las exequias. Los cargadores, ebrios, lloran silenciosamente mientras cargan sobre sus hombros al compañero que se fue para siempre. El ácido y apestoso aroma de Tacora es serenado por el suave olor que exudan las flores casi marchitas. El tumulto crece y avanza abriéndose paso entre la basura. Los más apenados beben anisado en sorbos afligidos y sincopados. “Por ti, Mario”-exclaman levantando el vaso hacia el féretro.
Los que presiden el funeral: padres y hermanos de Mario, avanzan a duras penas, abrazados en precipitado y bullicioso llanto, ataviados con la elegante humildad de sus oscuras prendas. A medida que la pequeña aglomeración se aleja, los hampones retoman sus insolentes costumbres. Algunos preparan y prenden sus primeros cigarros mixtos de la tarde dejando estelas con olor a marihuana. Otros beben turbios licores soltando burlonas risotadas. Pero todos dieron tregua mientras pasaba el penoso funeral
Sopla una brisa fría a través de la calle Raymondi de paredes infestadas de polvillo negro. Al final de ésta, en el cruce con la Av. Nicolás Ayllón, un grupo espera las exequias en las puertas de una cantina cuya entrada está adornada con una larga banderola blanca que exclama:!Mario Presente! Reciben al féretro entre vivas y aplausos. Tan inusitado recibimiento sorprende a los familiares quienes, al ver las muestras de cariño, dibujan en sus rostros una sollozante sonrisa. El ataúd es coronado por un vaso de cerveza.
Conducen el féretro dentro de la cantina y lo zarandean al compás de una popular e idílica canción del grupo Néctar. "Se va en su ley" comentan los presenten. Los más efusivos agitan botellas de cerveza y los chorros caen como una blanca lluvia. Finalmente todos abordan toscos camiones para estar con Mario en su última morada. Los que se quedan, niños y ancianos, regresan apresuradamente a sus casas. Saben que la oscuridad es cómplice de la delincuencia y que la muerte, en Tacora, podría estar a la vuelta de la esquina.
“Germán fue mi único hijo que salió mala hierba”- me dice Herminio, el señor que tengo adelante en esta cola de visita masculina a los reos de la cárcel de Lurigancho. Y todos en esta larga fila tienen una historia en común con un proscrito, un “mala hierba”; menos yo, que no tengo a quién visitar. Éstas personas, con la abnegación de quien visita a un enfermo, han preparado comidas exquisitas y gastado dinero en cuantiosos víveres para sus familiares, quienes purgan, en atroz hacinamiento, su respectiva condena.
Es domingo y el sol acaba de asomarse por unos cerros rocosos. Hoy habrá un movimiento efervescente en los alrededores de este descomunal presidio, construido en medio de una polvorienta y sucia urbanidad. Adentro, los reos están bulliciosos, impacientes. Aquí afuera, los visitantes rechiflan acalorados porque la cola no avanza. Los vendedores aprovechan el atascamiento para ofrecer, en medio de una espesa humareda, frutas, comida caliente y chicha helada, todo esto ya empaquetado y listo para llevar.
Con un retraso de 30 minutos los visitantes empiezan a entrar. Un corpulento guardia del INPE marca en el brazo derecho, con plumón indeleble, el número que corresponde. Soy el visitante número 205. El señor Herminio, cobrizo y menudo, me enseña su rojizo 204 diciendo que tendremos que esperar 20 minutos para entrar. Cuando llegué se quedó algo sorprendido de verme sin bultos en esta oronda hilera donde lo que sobra es desprendimiento. Y al percatarse que estaba medio confundido empezó a guiarme.
Ahora sé que para entrar debo quitarme la correa y los pasadores, tener un lapicero, DNI, varias monedas de un sol y saber el nombre completo y pabellón de quien visito. El señor Herminio insiste en que es hora de hacer guardar mi correa y pasadores. “Más adelante”- le respondo. Y me mira extrañado. “Los policías son abusivos, te van a botar”-añade terminando de embalar sus agasajos, preparándose para la envidiosa y desconfiada revisión de los policías. Estoy cerca al primer control y creo que es hora de irme.
Soy el único que tiene los brazos cruzados. Los demás compran lo último y se colocan en la posición establecida para el primer control: erguidos, con los bultos en la mano izquierda y con la derecha arremangada, mostrando el número y el DNI. “Lleva algo, amigo, hay fruta, tamalitos” me dice una vendedora. Avanzamos a trompicones, chocando, en torpe mezcolanza de sudores y aromas. ¿Va a entrar o no, joven?- me pregunta muy preocupado el señor Herminio. Pero en casa dije que no intentaría entrar.
“No recuerdo bien los datos completos de mi amigo” Le digo lamentándome y agradecién
dole por las recomendaciones. “No importa”- me responde. “Te presto los datos de mi hijo. Dame un papelito, rápido” Mis ojos se iluminan: imbuido de curiosidad, decido entrar. “Si no encuentras a tu amigo, búscame en el pabellón 19, preguntas por “Chacalón”. Cúidate, la salida es al medio día”- me dice. De inmediato, por 50 céntimos, encargo mi correa y pasadores, descubro el brazo, muestro mi DNI e ingreso a lo desconocido...
Los blanquecinos haces de luz que emite el proyector a
través de la oscuridad, se agitan en oscilante sube y baja, esbozando en la pantalla gigante a una sensual pareja que se enfrasca en obscenas y acrobáticas posiciones sexuales. Tan lúbrica escena sume a los presentes en un tenso silencio que es agradecido con toscas bocanadas de humo que colman la platea del Cine Imperio, convertido en uno de los últimos recodos del cine porno en Lima, ubicada en la Av Tacna 230. Un imperio del porno y algo más
Con anuncio
s parecidos a los carteles para conciertos de cumbia, con colores chillones y brillantes, el Cine Imperio promociona el valor de las entradas ( 4 soles platea, 4 cincuenta mezanine) y garantiza sus últimos estrenos. Pese a ello, la fachada es discreta, ya que sus anuncios son interiores, en una pequeña estancia de la entrada, la misma que es resguardada por un hombre de casaca oscura que lleva el cigarrillo a la boca compulsivamente mientras observa, serio, a los apurados transeúntes.
El que atiende la boletería, a través de una ventanilla diminuta, mira áspera y fijamente a los parroquianos por encima de sus anteojos y, si son de marcada apariencia juvenil, se asegura siempre de que portan el respectivo DNI. El boleto de papel periódico rosa contiene las justificaciones del precio y aclara que “vale para la función del día de su venta”. Es decir, que otorga el derecho a presenciar cuanta película pornográfica se transmita desde las 4 de la tarde hasta las 11 de la noche.
Adentro se respira un olor a madera vieja. La platea está conformada por
butacas forradas con marroquín ordinario, muchos de ellos despanzurrados, pellizcados. La segunda planta o mezanine es un ovalado y largo balcón de madera cuyas escaleras de ingreso están cerradas. Además de la inmensa pantalla se puede observar dos letreros brillantes que dicen “Escape”. Pero no todo en el Imperio es onanismo y observación. La oferta es mucho más atrevida. La noche recién empieza.
Ahora unas 15 personas, sumidas en el anonimato por la oscuridad, observan el primer plano de la cara de una mujer rubia que es bañada de una lluvia blanca. Tal escena constituye el desenlace de la película. Pero los parroquianos se quedan para la siguiente. Aún no se empalagan de tanto sexo ajeno que les llega desde la pantalla. De pronto, lo inesperado: un voluptuoso travesti empieza a merodear por toda la platea.
Mezanine: prostíbulo gay con vista preferencial
Los que van llegando se acomodan a los extremos, parece que conocen bien el camino. Se recuestan sobre la butaca colocando sus pies sobre la que está enfrente y encienden el primer cigarrillo. Entonces, un joven delgado, con polo y pantalón jean apretado, interrumpe la atención de un parroquiano. Se le acerca quebrándose en 90 grados hacia él y le habla al oído. Luego de unos minutos de conversación acariciándole el cabello se aleja y regresa con su acompañante, el travestido.
Los cigarrillos no cesan, cada cierto tiempo, las chispas se encienden en medio de la oscuridad. El travesti y su acompañante están sentados al fondo, conversado de quién sabe qué asuntos. Se ríen por momentos desinteresados por completo en la morena quebradiza que retoza bulliciosamente con un varón tremebundo sobre un sofá. El joven delgado regresa a insistirle al parroquiano. Pero este no muerde la carnada. De inmediato, se aproxima a un grupo de tres muchachos más jóvenes.
Se sienta ju
nto a ellos mientras les lanza una coqueta mirada. “¿Conocen el A sol la barra?” les pregunta. Inician una conversación sobre la mencionada ¿discoteca?, ¿Night club? ¿prostíbulo? Y, con una atrevida resolución, el joven aclara que es gay y que está en oferta. “Mi nombre es David”- les dice. “Y no tengo nombre de batalla”-agrega. Tiene gafas negras sobre la cabeza y juguetea con uno de sus aretes mientras que, con la otra mano, intenta acariciar las piernas de los muchachos.
Ellos lo rechazan: “No le entramos
a esa nota”, “hemos venido en otro plan” pero David intenta persuadirlos queriendo hablarles al oído a cada uno. Su precio está al alcance de todos los bolsillos pero no de todos los gustos. Cinco soles cuesta el servicio completo. “Anímate, no seas tímido” le dice a uno de ellos. Y sin que obtenga respuesta, agrega: “vamos arriba, ahorita traigo la llave”. Al regresar abre la puerta de la escalera y exclama. “Amigo, sube, de acá se ve más bonito”
Uno de ellos, animado por la curiosidad y la de sus amigos, se acerca y sube los primeros escalones. David insiste, grita. Pero el muchacho regresa donde sus camaradas y les narra lo que llegó a ver. Arriba, en el mezanine, un viejo colchón tirado en el suelo es el lecho donde David y su amigo travesti mantienen relaciones homosexuales con eventuales clientes que logran conseguir entre la platea: sesentones angustiados, jóvenes y señores que tienen una turbia rutina secreta en el Cine Imperio.
David se aproxima de manera más atrevida a los jóvenes, queriéndoles decir
cosas al oído. Haciendo amaneradas muecas en su delgado rostro moreno y expulsando un suave aliento de cigarro sabor a canela. Los amigos se incomodan y deciden irse. David alcanza a decirle a uno de ellos “vamos al baño y conversamos” y al notar la negativa agrega: “¿no entiendes? No todo en esta vida son negocios, amigo”. Pero sus esfuerzos son infructuosos. Ellos se van casi espantados.
David regresa con su amigo travesti. Los despiden con besos volados desde la puerta y al tiempo que encienden sus cigarrillos se adentran nuevamente en la oscuridad. Sólo ellos saben si se prostituyen por necesidad o por placer. Nuevos parroquianos van llegando. La noche de la avenida Tacna se va quedando solitaria y se pone más fría y neblinosa. David y el travesti esperan confiados de que el Imperio del porno atraerá el “amor” y quizá, con un poco de suerte, también el dinero...