Para Johanna Nores, con todo cariño, por sus palabras tan alentadoras y por el apoyo en este trabajo. Esta crónica es para ti.
A través de la neblina, la silueta menuda apareció tanteando el muro lateral color bermellón de la iglesia de San Agustín. El bastón que lleva en la mano izquierda barre la vereda con movimientos zigzagueantes. Su mano derecha tantea la pared como quien, aturdido, busca el interruptor en una ensombrecida noche de apagón. Parece contar sus pasos, se detiene a mitad de la calle, posa su bastón sobre la pared y haciendo movimientos ligeros se desembaraza de sus colgadas pertenencias que lleva sobre sí. Despliega su banquillo, al pie de ésta coloca unas bolsas de pan y una botella con agua. Desde sus espaldas emerge un viejo violín negro, posa su cansada humanidad y su disimulada barriga encuentra asidero, agacha modestamente la cabeza y se apresta a tocar. Coloca el violín sobre su hombro, levanta el arco y entonces empieza el concierto. Los sonidos emiten trémulos lamentos, suspiros que viajan a través de la acera. Los peatones, al ver su rostro, lo primero que desprenden de su pensamiento debe ser “está ciego” y repetirán ¡está ciego! como para darse verdadera cuenta de lo que tienen ante sus ojos. “Pobre, qué pena...” dirán, y muchos seguirán su camino.
Luego de pasar varias veces delante de él, observarlo y merodear a su alrededor, por fin me decido: “Buenos días, señor,¿podríamos conversar un momento?” Casi al instante noto que sus párpados han muerto, son como dos telones que han caído para dar fin a la función y que los protagonistas: sus ojos, han decidido no continuar más , se han rendido, se han volcado hacia el fondo, atrás, hacia el olvido. Para bruscamente de tocar, vuelve la cabeza hacia mí, se siente confundido. “¿Podríamos conversar?”, insisto. Coge su baldecito blanco que lleva colgado al cuello y me lo muestra. “No tengo nada”- me dice con cierto desgano. En una acción casi refleja saco algunas monedas que dejo caer sobre su baldecito. Escucha el sonido de las monedas al caer y lo noto más animado. “Cómo no, joven, podemos conversar...”
Su nombre es Guillermo Sullca. La tristeza domina su rostro, su voz lenta pa
rece soportar la frialdad de sus palabras que toleran el peso de la expresión “soy ciego” con la resignación de alguien que no puede hacer nada por evitarlo. Por el matiz, la textura y la forma de sus orejas, su rostro parece una olla de barro que se agrieta. Su nariz parece ser lo único que en su rostro permanece firme, abultado, prominente, pero no ha perdido su forma. En la comisura de sus labios restos de saliva juegan al compás de sus labios gruesos que cuando se abren dejan ver sus dientes amarillentos, desgastados hasta la mitad. Las legañas que han sellado sus ojos se han secado y tímidamente se entreabren; pero no me dejan ver más allá. Así sentado parece un músico de alguna sinfónica, no viste con harapos , tampoco lleva ropa elegante; lo que viste lo lleva con orgullo. Parece salido de un funeral ¿Cómo perdió la visión, señor? “Viruela”- responde al instante..."desde que tengo siete años estoy ciego". El jirón Camaná, en el centro de Lima, es desde hace treinta y seis años su centro de trabajo. No siempre toca el violín, también toca la flauta, la quena y el rondín que lo hacen variar su rutina. Un invidente como él, que conoció en la Unión Nacional de Ciegos, institución a la que pertenecía, le animó a trabajar así. Allí también conoció a su esposa, invidente como él, llamada Jesús, quien falleció en el mes de enero.
Afirma que no tiene amigos y que pasa días enteros sin hablar con nad
ie, no recuerda ningún rostro, ni el suyo. Lo único que recuerda y que no ha dejado caer en el abismo oscuro que le ha robado todo, es la imagen de la placita de Vizchongo, su pueblo natal, ubicado en uno de los confines de Ayacucho. La única ilusión que tiene en la vida es regresar “aunque sea un día” antes de que la muerte asome. Aún luce de negro, extraña mucho a su mujer: “ es una ingrata, me ha dejado solo” - dice moviendo la cabeza de un lado hacia otro. Asemeja estar vestido con papel quemado. La casaca, la camisa, incluso el pantalón, han sido obsequios de personas generosas que han encontrado en su música alguna clase de regocijo. Mientras me cuenta que fue atropellado en el sesenta y uno, se toca en el costado sus cuatro costillas quebradas y se levanta el gorrito blanco. Sobre su cabeza pelada grietas sinuosas trazan el camino hacia una depresión, un hueco, una hendidura sobre su cráneo. Desde aquel día sufre fuertes dolencias aparte de sus achaques de viejo que tiene las articulaciones desgastadas. Ha recibido golpes en la vida; mil veces tropezó, mil veces cayó y mil veces se volvió a levantar. Padeció mucho desde que era niño, en su pueblo literalmente no hacia nada, hasta que llegó a la capital con la esperanza de que aquí saldría adelante.
Es un hombre sabio, que en su mundo de sonidos, olores, sabores y texturas ha aprendido que nadie tiene la vida comprada, tiene la certeza de que todo lo que uno hace en la vida la paga en esta tierra. Un día un vecino zapatero sin corazón le dijo: “siga por ahí no más” y por ahí no más había un hueco. Cayó desplomado. Tiempo después al zapatero le estalló una cocina de kerosene en la cara y perdió la visión. Quién lo diría, el mundo da vueltas. Dice tener la conciencia limpia y tres hijos que a veces lo visitan en su cuartito de Villa el Salvador y le llevan la comida y todo lo que su escasa economía y buen corazón se los permita. Está resentido con los gobiernos, se siente abandonado. Le gusta escuchar la radio, las noticias. Lo que gana en el día le alcanza para su menú y junta una parte para el arriendo. Pero hay días en que la jornada es infructuosa, entonces se va triste y desanimado, pide unas cuantas maderas para la leña a su vecino, el carpintero, y prepara una sopa de lo que haya. Desde que se quedó solo sus días son eternos. Lo único que haría si es que pudiera volver a ver aunque sea un momento, es correr, correr sin dirección. Esa idea lo obsesiona. Sonríe. Su cara se ilumina, tiene la sonrisa achatada por sus dientes desgastados. Vuelve a sonreír. Puedo ver su lengua englobada que prorrumpe agitada en cada carcajada. Tiene la sonrisa de un niño...
En los primeros años de quedarse ciego podía ver en sus sueños, después, una sombra oscura lo fue tragando todo. Lo único que recuerda y ve en sus sueños es la plaza de su pueblo, el color claro del sol quemante de la plaza polvorienta, la capilla con un campanario que se cae y un caballo solitario atado a un poste. Ese sueño lo emociona, es como si volviera a ver . “Hace mucho que no he vuelto a soñar con la plaza de Vizchongo, volver a mi pueblo es lo que más quiero, joven...” me dice con un grácil acento ayacuchano. Ni el mismo sabe cómo hacerlo. Tal vez un ángel vuelva aparecer guiado por sus notas trémulas y le regale el pasaje de regreso, un ángel similar al que le regaló la casaca que lleva y veinte soles con los cuales se compró el zapato que desde hace dos años está usando. Cree en el destino, sabe que el tiempo se le acaba pero no da paso al desánimo. A pesar de su ceguera es el único sobreviviente de cinco hermanos. Odia la ciudad, la bulla “ ...hay mucho ratero, los policías te botan, los carros no te quieren llevar..” Pero ha aprendido a vivir con ello “no soy un ciego tonto”-agrega. Agradezco su amabilidad, le extiendo la mano, palpo su muñeca y a tientas trata de asir su mano a la mía. Un nudo fuerte se ha formado. Un hombre invidente trata de hacerme ver que en la vida lo más importante no se perciben con los ojos, sino con el corazón. Qué cierta resulta ser la frase de Exupéry . Tiene la mano cálida y redonda. Lo dejo solo.
Lo observo desde la otra acera, ha vuelto la tristeza en su rostro. Toca las cuerdas gruesas de su viejo vi
olín, mueve las clavijas afinando hasta llegar al temple correcto. Alza la mirada, levanta el arco y entonces vuelve a empezar el concierto. Su violín rechina, tiembla, llora; “siempre está triste” me dijo. Improvisa, sólo son canciones que van al compás de su pena, de su soledad negra, negra como la noche inmensa y eterna que inunda su existencia. Pero la ceguera ha agudizado su sentido del oído y trata de pisar con sus dedos el traste correcto y a la altura indicada para conseguir la melodía, los años le han enseñado, es todo un compositor...Debe sentir soledad cuando toca, presumo que su corazón se resquebraja lentamente. Quizá la voz de su esposa se deslice entre sus pensamientos durante las horas tristes del huayno. La melancolía se esparce por esta parte de la calle sin tiendas. Las personas pasan, todos lo oyen, pero muy pocos lo escuchan . Hasta que aquel sonido lento e idílico toca alguna zona sensible de algún peatón. Sólo el destino sabe si volverá a su pueblo o si la muerte superará sus lentos pasos y le dé alcance. A no ser que, a lo mejor, aquel ángel se le adelante y lo lleve de regreso a su pueblo para siempre. Antes de que las tinieblas se traguen por completo el último recuerdo que le queda de la luz.
Luego de pasar varias veces delante de él, observarlo y merodear a su alrededor, por fin me decido: “Buenos días, señor,¿podríamos conversar un momento?” Casi al instante noto que sus párpados han muerto, son como dos telones que han caído para dar fin a la función y que los protagonistas: sus ojos, han decidido no continuar más , se han rendido, se han volcado hacia el fondo, atrás, hacia el olvido. Para bruscamente de tocar, vuelve la cabeza hacia mí, se siente confundido. “¿Podríamos conversar?”, insisto. Coge su baldecito blanco que lleva colgado al cuello y me lo muestra. “No tengo nada”- me dice con cierto desgano. En una acción casi refleja saco algunas monedas que dejo caer sobre su baldecito. Escucha el sonido de las monedas al caer y lo noto más animado. “Cómo no, joven, podemos conversar...”
Su nombre es Guillermo Sullca. La tristeza domina su rostro, su voz lenta pa

Afirma que no tiene amigos y que pasa días enteros sin hablar con nad

Es un hombre sabio, que en su mundo de sonidos, olores, sabores y texturas ha aprendido que nadie tiene la vida comprada, tiene la certeza de que todo lo que uno hace en la vida la paga en esta tierra. Un día un vecino zapatero sin corazón le dijo: “siga por ahí no más” y por ahí no más había un hueco. Cayó desplomado. Tiempo después al zapatero le estalló una cocina de kerosene en la cara y perdió la visión. Quién lo diría, el mundo da vueltas. Dice tener la conciencia limpia y tres hijos que a veces lo visitan en su cuartito de Villa el Salvador y le llevan la comida y todo lo que su escasa economía y buen corazón se los permita. Está resentido con los gobiernos, se siente abandonado. Le gusta escuchar la radio, las noticias. Lo que gana en el día le alcanza para su menú y junta una parte para el arriendo. Pero hay días en que la jornada es infructuosa, entonces se va triste y desanimado, pide unas cuantas maderas para la leña a su vecino, el carpintero, y prepara una sopa de lo que haya. Desde que se quedó solo sus días son eternos. Lo único que haría si es que pudiera volver a ver aunque sea un momento, es correr, correr sin dirección. Esa idea lo obsesiona. Sonríe. Su cara se ilumina, tiene la sonrisa achatada por sus dientes desgastados. Vuelve a sonreír. Puedo ver su lengua englobada que prorrumpe agitada en cada carcajada. Tiene la sonrisa de un niño...
En los primeros años de quedarse ciego podía ver en sus sueños, después, una sombra oscura lo fue tragando todo. Lo único que recuerda y ve en sus sueños es la plaza de su pueblo, el color claro del sol quemante de la plaza polvorienta, la capilla con un campanario que se cae y un caballo solitario atado a un poste. Ese sueño lo emociona, es como si volviera a ver . “Hace mucho que no he vuelto a soñar con la plaza de Vizchongo, volver a mi pueblo es lo que más quiero, joven...” me dice con un grácil acento ayacuchano. Ni el mismo sabe cómo hacerlo. Tal vez un ángel vuelva aparecer guiado por sus notas trémulas y le regale el pasaje de regreso, un ángel similar al que le regaló la casaca que lleva y veinte soles con los cuales se compró el zapato que desde hace dos años está usando. Cree en el destino, sabe que el tiempo se le acaba pero no da paso al desánimo. A pesar de su ceguera es el único sobreviviente de cinco hermanos. Odia la ciudad, la bulla “ ...hay mucho ratero, los policías te botan, los carros no te quieren llevar..” Pero ha aprendido a vivir con ello “no soy un ciego tonto”-agrega. Agradezco su amabilidad, le extiendo la mano, palpo su muñeca y a tientas trata de asir su mano a la mía. Un nudo fuerte se ha formado. Un hombre invidente trata de hacerme ver que en la vida lo más importante no se perciben con los ojos, sino con el corazón. Qué cierta resulta ser la frase de Exupéry . Tiene la mano cálida y redonda. Lo dejo solo.
Lo observo desde la otra acera, ha vuelto la tristeza en su rostro. Toca las cuerdas gruesas de su viejo vi

1 comentario:
cesitar recuerdo muhco esta cronica, por lo tierna, sencilla y humana q es y con esto me di cuenta de que escribes muy bien y ahora con el tiempo has mejorado, recuerdo tambien q me prometiste dedicatoria, estoy esperando todavia jaja.
tu amia q te kiere mucho
johanna
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